jueves, 26 de abril de 2018

PALABRA PERDIDA, HUMANIDAD DESPERDICIADA.

Condenado a vagar por el páramo de la soledad, ese en el que el silencio se reconoce en la ausencia de eco, ese en el que la persecución de la sombra se torna en necesidad que no en muestra de locura; el tiempo se hace presente al materializarse cada instante no en el anhelo de fútil posesión, que sí más bien en certeza de renuncia.

Porque no es el Hombre más que un concepto, y por ende a lo sumo hacia el manejo de tales ha de tender cuando pretende hacerse dueño que no de una parte de la realidad, sino a lo sumo del espacio destinado a contener el cúmulo de vaguedades al que cada día puede tender una vez saciado el extraño fragor que vivir supone, sobre todo cuando la superación de la ignorancia ha servido como mucho para instalarnos en una suerte de certeza en la que no existe nada capaz de saciarnos, en la que la mayor atribución redunda en la esperanza de poder recordar un solo instante en el que, a falta de poder definir la felicidad, podamos cuando menos recordar aquellos tiempos en los que vivíamos ajenos a las desgracias.

Es el recuerdo la única manera de parar el tiempo. La afirmación, inexorable por inaccesible, hace redundar en toda su magnitud la certeza a partir de cuya asunción vienen a formar uno tras otro y por redundancia, en orden, todas la variables llamadas a conformar ya sea por naturaleza o por negligencia de ésta, los destinos y atribuciones en los que el Hombre puede si no encontrar serenidad, sí por lo menos reconocer la inevitable necesidad de la misma.

Pero está impregnado no en vano el recuerdo, de cierto regusto a renuncia. Es el recuerdo esa sombra en la que sólo el anciano se reconoce. Una sombra que, como ocurre con las cargas demasiado pesadas, con las maletas demasiado llenas, entorpece cuando no abiertamente imposibilita el comienzo de ese, el viaje de descubrimiento, hacia el que siempre debió estar encaminada nuestra existencia.

Apostemos pues por esa otra percepción de la sombra, en definitiva por esa otra percepción de nosotros mismos, en la que como niños, casi jugando, aprendemos a aprehenderlo todo, cuando la ausencia de prejuicio, cuando la ausencia de mochilas materiales no entorpece nuestro devenir,
Es entonces el momento de ese niño llamado a descubrir su sombra delante (porque el sol, agente irreductible de todo, incluso de la formación de esa sombra), impulsa desde atrás las velas del barco en el que se erige ese niño; un barco cargado de esperanza, capaz de conjugar el verbo desconocido (pues está sin duda llamado a hacer cosas que nosotros somos incapaces siquiera de imaginarnos), capar de declinar el sustantivo aún etéreo (pues sin duda alumbrará realidades que para nosotros resultan hoy imposibles de materializar).

Porque una vez más, nuestro tiempo ha pasado. El ciclo se ha cerrado, y el Hombre se ha visto superado por la realidad, como a diario es superado por el sol en su tránsito desde el alba hasta el ocaso. Y es precisamente en la certeza del ocaso, una vez que el astro rey nos ha superado, que somos conscientes de la enésima certeza que desde el regodeo el Mito de la Caverna nos regaló: la que pasa por entender que tener el sol el horizonte nos obliga a cerrar los ojos, pues su brillo cegador nos satura.

Juguemos pues una vez más a ser niños. Y como niños no hagamos de la rectificación trauma, sino reconocimiento de la nueva oportunidad que en la superación de todo error se esconde. Reconozcamos en primer lugar nuestra imposibilidad para superar nuestras múltiples carencias, tornando lo llamado a ser dramático, en un ejercicio de reconocimiento.
Seamos pues, y en primer lugar, consecuentes. Y desde esa original que no nueva posición, reconozcamos que si bien a niños no podemos retornar, reconocer en nuestros actos los propios de los que portan almas libres de prejuicios, sin duda que nuevas oportunidades nos brindará.

Volvamos pues a reconocer el mundo, y en lo que respecta a cómo, pues muy sencillo, retornando a la formalización de los conceptos cuyo dominio, o la falta de humildad que se esconde tras la premonición del que realmente cree que domina algo, supuso el comienzo del fin, el establecimiento del germen del que brota el mal cuyo drama hoy pagamos.

Tengamos pues la osadía de renombrar el mundo. Si el pensamiento piensa ideas, hagamos de los conceptos llamados a contenerlas algo más que meros cuando no vulgares receptáculos. Hagamos que las palabras sean en sí mismas, algo más que accidentes de contingencia, para tornarse en realidades necesarias.
La ejecución efectiva de tal proceder, antes o después redundará en la certeza de que las palabras son, en sí mismas, elementos competentes; o en todo caso algo más que meros accidentes llamados a tomar la realidad del concepto al que definen. ¿Cómo si no, sin palabras, puede el Hombre definir todos y cada uno de los elementos destinados a componer lo que comprende? O incluso en un paso más ¿Tiene el Hombre alguna otra manera de determinar las fronteras que determinan su propia existencia, que separan su compendio del resto?

Es la palabra, en sí misma y por sí sola, un instrumento ampliamente poderoso. ¿Cómo aceptar si no la realidad que, terca se manifiesta ante nosotros, cuando por sí sola es capaz de contravenir los llamados a tornarse en objetivo del llamado a ser su portavoz? Para quien lo dude, que se introduzca durante tan sólo un segundo en los monólogos que por ejemplo Sancho protagoniza en la destinada a ser Segunda Parte de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, y que tras sumergirse en ellos diga si resulta posible seguir sosteniendo la tesis sobre la que la propia obra una y mil veces redunda, la que se empeña en decir que Sancho es, a lo sumo, un mentecato. “Señor, las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias: vuesa merced se reporte, y vuelva en sí, y coja las riendas de Rocinante, y avive y despierte, y muestre aquella gallardía que conviene que tengan los caballeros andantes…”
Y digo yo: ¿Pueden ser éstas palabras atribuidas a uno llamado a ser tenido por mentecato?

Y qué decir, de lo llamado a hacer con la palabra, al respecto del propio Hidalgo. Pues empecinado en todo la obra en mostrarlo como un verdadero loco al que los sesos se le han licuado de tanto leer novelas de caballería, al final de sus palabras así como de sus actos hemos de reconocer, como por menester del propio Sancho que hacemos: “Sin duda –dijo Sancho –que este demonio debe ser hombre de bien y buen cristiano, porque a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora yo tengo para mi que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente”.

Reconocemos y nos reconocemos en la palabra, manifiesto pues no ya de meras voluntades, que sí de certezas y otras que de ser tenidas por propias, permitirían sin duda reconocer con más prestancia al llamado a ser tomado por Hombre.

Tal vez en ello, o en la negación como recurso de razonamiento por absurdo; que acabemos por descubrir las causas que determinan el porqué del recelo que cada vez con más fuerza separan al Hombre de lo llamado a componer su naturaleza a saber, el pensamiento, expresado en la palabra.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

viernes, 13 de abril de 2018

CRÓNICA DE UN PROCÉS: DE TABARNIA A EL TOBOSO.

“…La destrucción de las palabras es algo de gran hermosura. (…) ¿No ves que la finalidad es limitar el pensamiento, estrechar el radio de acción de tu mente. Cada año habrá menos palabras, con lo que el radio de acción de la conciencia será cada vez más estrecho. La Revolución será completa cuando la Lengua se perfecta, cuando no haya pensamiento, al menos en el sentido que ahora le achacamos.
La ortodoxia significa no pensar, no necesitar del pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.”

ORWELL, George. “1984”



En la calenda número cien de este año ignoto no por desconocido, que si más bien por extraño; diferenciamos el proceder realista del llamado a ser tenido por soñador no en el hecho que sí más bien en el derecho de erigir en certeza la otrora ensoñación por la cual si lo vivido es cierto, ya sólo a mejor puede tender la desasosegante marcha que por el desierto nos lleva a transitar en lo que unos y otros hemos llevado a asumir como la Vida, cuando no como lo sempiterno.

No se trata pues de que la Realidad nos sea ignota, pues más que pensada es aprendida, de lo que ha de asumirse cierto grado de reconocimiento. No se trata pues de que no seamos capaces de reconocer la realidad como concepto, sino que más bien ésta se torna para nosotros desconocida, sencillamente porque nosotros no nos reconocemos en ella.

Diferenciada entonces la Realidad Pensada, de la otra realidad, la que podríamos identificar por su condición estrictamente práctica en tanto que vivida; establecemos no ya un marco que si más bien una clara frontera destinada a separar lo vivido de lo concebido, lo factual de lo potencial.
Surge o más bien se pone de manifiesto ante nosotros la gran diferencia existente entre lo uno y lo otro, toda vez que lo vivido y desarrollado en el escenario propio de la existencia factual propia de la realidad estrictamente material, queda hoy por hoy desbordado por el deseo y quién sabe si por la inconsciencia desplegada por una Sociedad en la que el hastío ha hecho tal presa, que lo soñado y lo fingido (las promesas), llegan a tener más valor que aquello que está realmente llamado a erigirse en substancia componente de lo llamado a ser la Realidad.

Acude de nuevo ORWELL en nuestro auxilio al dar de nuevo en la tecla cuando afirma que: “Es así que el Sentido Común acaba por erigirse en el mayor enemigo del aspirante a permanecer cuerdo.” Mas en un mundo como el nuestro, en el que si bien El Pensamiento es lo llamado a pensar Ideas, cada vez resulta más difícil no ya diferenciar entre las buenas y malas ideas, que sí más bien entre lo que son ideas y lo que son meras o vulgares ocurrencias… ¿Queda espacio para el Ser Humano, o por el contrario el haberse tornado éste en obstáculo para el desarrollo de las ideas le ha convertido en prescindible?

En un tiempo cuando no en una época en la que el lema “Éstos son mis principios, mas si no le gustan, tengo otros”; ha terminado por convertirse en algo soberano, lo cierto es que cada vez resulta más difícil no ya diferenciar entre el pensamiento acertado y el erróneo, sino separar lo que es un razonamiento, de lo destinado a ser una mera y a la par falacia.

Pero retrocedamos un poco, pues no en vano el presente predispone el futuro, y éste se regodea del pasado; y rescatemos el esplendor que circunda al núcleo de aquella máxima destinada a revelarse en dogma de nuestra fe (la escrita no el Latín que sí más bien en Griego), y que se resume en el consabido “El pensamiento piensa ideas”.
Es la palabra la destinada a erigir conceptos. La palabra nombra a reyes con la misma sonoridad con la designa a plebeyos (pues ni uno ni otro existe si no es previamente reconocido en su nombre). La palabra define imperios con mayor escrupulosidad con la que sus fronteras pudieron hacerlas, no en vano éstas resumen su vigencia al periodo en el que los mismos son capaces de reconocerse en su presente, mientras que la palabra tiende por naturaleza a proyectarse, siendo el futuro el espacio natural en el que tal proyección alcanza su lógica.

Se pierde así pues la noción del tiempo. El presente sueña con ser futuro, y cuando el miedo propio de la incertidumbre se extiende como el manto de la noche lo hace tras la cálida tarde de verano; la efímera realidad (presa del instante), corre a refugiarse en los seguros por ancestrales brazos de un anciano pasado que canta no las bondades, que sí las certezas, de lo que no necesariamente por ser alcanzó a ser lo mejor, mas sí la realidad tienen cobijo en ello.

Pero la realidad nos aburre, porque lo real es, y lo que es no puede dejar de ser. Puede a lo sumo evolucionar. Es la evolución cuando está vinculada al hecho, una mera ilusión que alcanza en el peor de los casos un afán de mentira puesto que si las cosas son, son, quedando para prestidigitadores y buhoneros de altozano la acción que se tornan en vulgar ilusionismo, y que pasa por tornar la arenga en farfulla, envolviéndolo todo en una suerte de confusión que unas veces se torna en misticismo (cuando son los sacerdotes los llamados a protagonizar el evento), degenerando las más en conversación de taberna cuando son los charlatanes los llamados a protagonizar el desarrollo.

¡Ay! entonces del que esté llamado a perseverar en la suerte de la réplica que todavía cabe esperarse ante el discurso que de otro modo bien podría ser tomado por mera perorata. Es entonces que de ser tenidas por ovejas las palabras, la emoción que éstas están destinadas a promover en el escuchante será a lo sumo comparable a las emociones que el que finalmente estaba destinado a reconocerse en el nombre de Alonso QUIJANO experimentó cuando confundió con ejércitos lo que en ¿realidad? eran rebaños.

Pongo en tela de juicio la realidad (lo someto a la acción del interrogante), toda vez que a estas alturas lo único que ha de quedar claro es que bien pudiera ser que la realidad, en tanto que tal, no exista. Reto a cualquiera a que me sostenga un procedimiento en el que la realidad sea algo más que una interpretación, el reto está ganado toda vez que nadie puede decirme nada que vaya más allá de que la realidad a mí me parece. Y si bien el verbo parecer es en su naturaleza copulativo, de ello se desprende que el resto de complementos, los destinados a conformar el aditamento que complementa o atenúa a esa realidad, lo hacen en tanto que desde su carácter de atributo. Así que la realidad no es, sino que viene conformada. ¿De qué? Obviamente de una serie de interpretaciones subjetivas, que tienen su raíz no en la propia realidad, sino en la esencia de aquél que vive, o sea, que interpreta.

Se pierde pues el presente en un deseo de soñar, aspirando a ser futuro, y reconocemos y nos reconocemos en el futuro en tanto que usamos el pasado como referente. De esta unión entre futuro (potencia), y el pasado (hecho por excelencia), ¿puede acaso devengarse la suerte de paradoja según la cual el pasado sería interpretable, o sea, puede cambiarse?
Nuestro presente más absoluto es una prueba evidente de lo que planteo. La mera existencia de la palabra posverdad habría de despertar nuestra atención en el sentido de que la existencia de la palabra amenaza con hacer crecer en nosotros la noción de un concepto que si bien hasta hace un tiempo relativo, no suponía una amenaza, hoy por hoy su peligro es una realidad que en términos cartesianos manifiesta su evidencia de manera clara y distinta.

Es así que lo llamado a ser real lo es tan sólo en la medida en que puede ser conceptualizado. El proceso, por complejo que sea, reduce tal complejidad a la profusión de palabras que sean necesarias para lograr la perfecta descripción de lo hecho o percibido. Y las palabras si son instrumentos por naturaleza llamados a evolucionar y ¿qué es la evolución sino una suerte de cambio elegante?

Confiando nuestra destreza para con la verdad a la que rogamos no resulta vana esperanza de no perder la Razón (aunque paradójicamente para ello corramos el riesgo de perder el seso), lo cierto que tornamos en cordura lo que para otros no habría de ser sino aprensión sobre todo a la hora de entender que los clásicos identificaban la cordura nada más y nada menos que con el palpitar sereno y acompasado del corazón.
Razón y corazón encuentran así, de manera netamente natural, un espacio en el que convivir de manera, nunca mejor dicho, elocuente. Pues no en vano es la elocuencia la capacidad no tanto para convencer, como sí más bien para atraer hacia los fueros que son propios del que la acción ha emprendido, sin que ello repare en rastro de humillación para el que tal senda emprende.

Y como elemento y fuero, la palabra: Arma donde las haya, capaz de tornar en cuerdo al siempre tenido por loco Don Quijote; herramienta que cuando es emprendida por Sancho, bien puede tornar en genio al que hasta ese momento es tenido por vulgar (que no soez) mentecato.

¡Decidme ahora si llegados a estos extremos, no ha de ser sino la palabra el único arma capaz de solventar este entuerto! Pues ya sean molinos que no gigantes, o pellejos de vino, la razón que unos y otros rezuman contiene la savia de la última esperanza de regeneración que de todo esto ha de regenerarse.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.