martes, 4 de agosto de 2015

EL CONDUCTOR NO TIENE LA LLAVE. O DE CONSTATAR HASTA QUÉ PUNTO TAN SOLO DE LA PARADOJA PODEMOS ESPERAR ALGO.

Porque tal vez, en esencia, de eso se trate, de esperar. O cuando menos de tener esperanza (ahora que parecía que comenzábamos a librarnos de ella).

Hago memoria recurriendo al absurdo, tal vez porque solo ubicado en tales terrenos definimos espacios que resulten coherentes a los que hoy constituyen el contexto de lo que hemos asumido como nuestra realidad, pueda, aunque sea por casualidad toparme con algún procedimiento compatible con lo que ha acabado por configurarse como tal. Es entonces que de manera contumaz y repetitiva, como ocurre con la melodía cutre de la canción del verano, que  me topo con el mensaje que figuraba pegado en las cajas fuertes de los vehículos que en mis tiempos de infancia y juventud, hacían entre otros los repartos de alimentos tales como los yogures, o incluso la pastelería industrial: “Vehículo dotado con caja fuerte. El conductor no tiene la llave”.

Semanas y meses confabulados en pos de alcanzar con un mínimo de soltura una palabra, cuando menos una frase que contribuyera a arrojar algo de luz sobre los cánones si no los procedimientos a partir de los cuales nuestro Presidente considera no ya como bien gobernado, sino a lo sumo gobernable el actual modelo no ya de país nefasto, cuando sí más bien de Estado Fallido; y resultó que como en tantas otras ocasiones la respuesta siempre estuvo allí, esperando quién sabe si que los que componemos la otra parte del país, a saber aquéllos antipatriotas que hoy por hoy aún no somos competentes para detectar “el círculo virtuoso en el que este país se ha sumido”, adoptemos al postura, (más bien modifiquemos nuestra actitud), quién sabe si para poder recibir la luz que promoverá en nosotros la tan ansiada catarsis. Al final va a ser verdad que tal y como recordarán los que se identifican con mi generación: La Verdad está ahí fuera.

Desde la franqueza de ánimo de aglutinar conceptos, y siempre convencido de que el éxito del relativismo tiene como contrapartida lo funesto que a veces resultan los desarrollos que le son propios; procedemos a ubicar no tanto el orden de los factores, como sí más bien la naturaleza de los factores en sí mismos.
Así, en un delicado ejercicio metafórico, un juego de dulzura me atrevería a decir yo, es que navegando entre “Tigretones” y “Phoskytos”, y ¿por qué negarlo? añorando los verdaderos “Donuts glaseados” (ya sabéis, aquéllos en los que el azúcar verdaderamente se deshacía en los dedos), es que identifico a Mariano Rajoy con ese conductor anodino, si bien tal vez por ello para nada inocente, que se jactaba de su aparente incompetencia para, entre otras cosas poder rechazar la indiscutible parte de responsabilidad que inexorablemente ha de operar en la ética de todo el que lleva a cabo cualquier acción, sea cual sea ésta, si de la misma se esperan consideraciones que pueden (y en este caso deben), tener consecuencias sobre los demás. Ya sea ésta conducir un camión, o conducir un país.

Se van así poco a poco desvelando las consignas, van poco a poca cayendo los velos, y es entonces cuando con toda la violencia que la palabra es capaz de concebir, emerge ante nosotros la certeza de que la debacle no está tanto en que nuestro particular camión de chuches lleve casi un decenio sin renovar el género. Lo que verdaderamente causa desazón es comprobar hasta qué punto aquél que desgraciadamente sí que tiene la llave, la llave de nuestros designios como ciudadanos de España, no solo ha renunciado a hacer uso de la misma, sino que además amenaza con quemar el camión si alguien o algo se erigen en amenaza capaz de poner en peligro su particular visión de la realidad.

Aunque de verdad, solo por ser justos, esto es, superando aunque solo sea someramente la tesis según la cual las penas diluidas entre la multitud resultan menos penas: ¿Quién es más culpable el loco, o los que le seguimos?

Es la locura un estado de percepción. Una forma de inferir la necesidad de modificar la realidad toda vez que la visión de ésta resulta para el protagonista sencillamente insoportable. Redunda pues de la misma cierta suerte de pasión, lo que relega pues a la locura a un estado inaccesible a la hora de erigirse como una de las posibles consideraciones desde las que pautar el estado de Rajoy. La causa es evidente: la pasión requiere de sentimientos…y éstos hace años que se perdieron en el acervo de nuestro Presidente, en un momento que sin duda se ubica entre el instante en el que ganó su primer sueldo, y cuando comenzó a intuir que para pasar desapercibido dentro de la marabunta ideológica que conforma el Partido Popular habría de casarse, y a ser posible con una mujer.

Descartada la locura, nos queda la maldad. Pero es la maldad en realidad un estado demasiado reflexivo. Se le supone al que ejerce de malo, una determinación moral, intención, y cierto pensamiento.
Por el contrario, y por seguir explorando, se abre ante nosotros el otrora denostado mundo de los imbéciles. Es el imbécil, siempre dentro de los cánones de la Literatura Médica al uso, el espécimen ubicado a modo de primo del idiota, hermano del cretino.
Resulta el imbécil o cafre, aquél del que no resulta óptimo esperar una suerte de razonamiento. No se para a pensar, ni mucho menos a razonar. Actúa netamente por instinto, como bestia de establo, convencido de que hace el bien, de que siempre tiene la razón, orgulloso por ende de ir jodiendo, con perdón, a todo aquel que se le antoja diferente a él mismo, ya identifique la diferencia en el color, el idioma, la creencia, o en este caso especial en una Ideología de la que por su propio bien (de el de la Ideología digo) hasta él se va, poco a poco, separando.

Cerramos así pues, nuestra hoy tal vez más irreverente aunque no por ello menos reflexiva reflexión, constatando una paradoja que comenzó a gestarse este domingo, en una interesante conversación en la que como alguien tal vez (o no), recuerde, acabamos por constatar que “Lo que hace falta en este país es más gente mala de verdad. Para ser bueno vale cualquiera, para ser malo resultan indispensables grandes dosis de inteligencia las cuales alejan para siempre a los fantasmas que nos golpean a diario bajo las más diversas formas, entre las que destaca el Cazurro Limítrofe”.


Luis Jonás VEGAS VELASCO.

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