lunes, 24 de marzo de 2014

LA PARTIDA DEL ÚLTIMO INGENIOSO HIDALGO.

Se nos ha marchado. Y lo ha hecho tal y como solo saben hacerlo los que tienen la extraña capacidad de darnos lo mejor que tienen, Aquello que los  posiciona como verdaderos artífices de la condición de humanidad. Los que se van haciendo gala del silencio, a saber, y a falta de mejor recurso, el mejor ejemplo de humildad.

Pero, antes de caer en el vano ejercicio de la vanagloria, citando más bien a Ortega y su famoso: ¡Dios nos libre del día de las alabanzas!, lo cierto es que, alejado en la medida de lo posible de cualquier tentación de frivolidad, y pasado ya el tiempo suficiente desde el que tuviera lugar el conocimiento del trágico desenlace de la enfermedad que durante años fue poco a poco, minando la vida de El Presidente; lo cierto es que llegado este preciso momento, necesito decir algunas cosas.

Somos un país complicado donde los haya. Acostumbrados al escepticismo  propio no del filósofo, sino rallando más cerca del albergado por el perro sarnoso que huye de toda presencia humana en un vano intento de salvar la pedrada o el palo; hacemos de nuestra Historia fuente de miserias más que de aprendizajes, constatando siempre el cómo se puede ser  un Imperio colmado de Historia, a la par que un Pueblo carente de recuerdos. Y un Pueblo carente de recuerdos es un Pueblo condenado a morir de amnesia.

Somos un país complicado donde los haya. Demasiado acostumbrado a reconciliarse con su enemigo, siempre que éste proceda del exterior, pero desconfiado del amigo, precisamente por ser tal la condición desde la que éste se expresa.

Somos, en definitiva, un país complicado donde los haya. Propenso como ningún otro a la envidia, veneno que envenena el alma, y que dispone los cuerpos de los que poco a poco contagia, para una batalla que nunca llega, porque en realidad ésta se desarrolla a diario en nuestro interior;  pero que no obstante deja, amparado en la acción del tiempo, su gran cómplice, centenares de cadáveres esparcidos por los barranco, taludes y, cómo no, por las cunetas.

Por eso, y sin duda por varios centenares de cosas más, nadie ha de sorprenderse si ya hoy, con el cadáver todavía caliente, algunos son los buitres que se rifan en macabra timba los restos del finado.

Porque más allá de su condición objetiva de Primer Presidente de la Era Democrática. Por encima de su condición y marcada categoría de Estadista, lo cierto es que se nos ha marchado alguien que, por encima de todo, veía agua allí donde otros solo veían desierto, siendo por ello capaz de ver un futuro para España, allí donde la mayoría, ¡qué paradoja! Tan solo acertaba a ver un futuro negro, lapidado cualquier atisbo de futuro por el miedo que provocaba la acumulación de niebla.

Se ha marchado el último Don Quijote. Y como el original, lo ha hecho no sin antes dejarnos una impronta forjada a base de regalarnos su capacidad  para ver horizontes más allá de donde otros solo veían muros insalvables. Lo ha hecho dándonos, como ya en su momento lo hiciera el original, convirtiendo en gesta lo que para otros no era sino una muestra de locura al fustigar a su particular Rocinante con la convicción de que no hay mayor muestra de responsabilidad que hacer todo lo que esté en manos de uno en pos de conseguir lo que otros no dudaron en declarar como imposible.

Se ha marchado el último Hidalgo. El que recorrió con prestancia firme los páramos vírgenes, aquéllos por los que ni la Democracia, ni prácticamente la Política bien entendida habían transitado por vez alguna, llevando la luz de la esperanza a los rincones y recovecos en los que viejas y nuevas alimañas se habían refugiados, temerosas, ahora ellas, de que les negaran el pan y la sal que antaño ellos sí les negaron a otros.

Ha muerto Adolfo Suárez González. Y al contrario de lo sucedido con Don Quijote, esperemos por nuestro bien que en este caso no hayan de ser las crónicas extranjeras las responsables de iluminarnos a tenor de la grandeza del que fue sin duda, uno de los más grandes.

Sin embargo, una circunstancia le aleja definitivamente de la figura del Hidalgo. La que se manifiesta de la constatación de que él, ha tenido la fortuna de morir sin recuperar la cordura.

Al menos así, todos los que hoy por hoy, y en vista de la situación de la España que nos han regalado, nos levantamos por la mañana implementando en nuestro quehacer diario la necesidad de ejercer de Sanchos, podemos acostarnos con la ilusión de que al menos tampoco hoy, nadie nos arrebatará nuestra ínsula.

Y afortunado no obstante él, que ha seguido convencido hasta el final de que no eran molinos, sino gigantes, aquéllos que con los brazos levantados venían, una vez más, corriendo hacia nosotros...

Luis Jonás VEGAS VELASCO.




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