viernes, 29 de marzo de 2013

DE LA DELGADA LÍNEA ROJA.


Se acaba el tiempo. Lenta, pero inexorablemente, uno a uno van viniéndose abajo pilares fundamentales que una vez constituyeron el edificio sobre el que se apoyaba la decencia moral del Sistema. Un Sistema del que, hoy por hoy, no cuestionamos su solvencia, sino que únicamente nos preguntamos cuántos días más va a soportar, paradójicamente, el peso de su propia infraestructura.

Porque efectivamente señoras y señores, la fiesta se acabó. Cantó la gorda, y en el caso que nos ocupa es el gordo quien hace de cronista. Primero y fundamentalmente porque puede, y paralelamente, porque así tendremos argumentos con los cuales arrojar a aquéllos que sin duda surgirán, y que a falta no de ganas, sino precisamente de argumentos, irán contra nosotros arguyendo para ello algún párrafo de la Ley de Igualdad, esa que paradójicamente ellos solo emplean a la hora de decidir como sembrar la desgracia en su derredor. Ahí si, a todos por igual.

Y mientras los señores feudales y sus comisionados se apresuran en repartirse los despojos, el resto, como siempre, la chusma, la plebe el común en definitiva, ha de hacer otra vez acopio de sensatez, dando muestra de un denodado sentido común, en este caso para no precipitar, una vez más, los acontecimientos.

Llegado este momento, he de confesar que comienzo a estar cansado. Soy objeto de ese hastío del que una vez fueron objeto dignatarios como Publio SCIPIÓN, NAPOLEÓN O  ROMMELL. El hastío que se comprende cuando comprendes a su vez que, efectivamente, cada Pueblo tiene la gobernación que se merece.
El hastío que procede de comprobar cómo, una vez más, la ocasión se ha perdido. De comprender que el tiempo, y las inexorables certezas que le son inherentes, son las únicas que al final, como arena en el desierto, triunfan en tanto que se perpetúan, en tanto que los hombres una vez más solo somos merecedores de la certeza descorazonadora de que una vez más, todas hieren menos la última que mata.

El cambio de siglo, a par que de milenio, ha sido testigo de muchos cambios. Cambios cuya trascendencia procede desgraciadamente de comprobar que una vez más, al hombre le es más sencillo destruir que hacer. Semejante habilidad, unida a la indefectible certeza aglutinadora que las nuevas tecnologías y otros medios han traído; nos llevan a perseverar en la certeza de que al menos en lo que a los últimos veinte años nos ocupa, hemos retrocedido más de lo que hemos avanzado. Y lo que es peor, de tales acciones, hemos de transigir con la certeza de que el hombre es mucho más eficaz como destructor, que como arquitecto.

Basta así, un somero paseo por los últimos años, o si apetece por el pasado siglo, para comprender cómo logros si no acontecimientos tales como la consolidación del proyecto europeo, o incluso la confirmación de que, efectivamente Europa no volvería a asumir nunca más el uso de la fuerza como medio legítimo en pos de lograr la resolución de conflictos que en buen liz no debían abandonar nunca el sendero de la Diplomacia; se lograron no obstante mediante el empleo de ingentes cantidades de energía, política y diplomática en este caso, cuya realidad en cualquier caso se tradujo en la fusión cuando no en el consumo de grandes cantidades de tiempo.

Tiempo y profusión diplomática. En otras palabras, paciencia. La cual, unida al talento, proporciona el telar en el que otros tuvieron sin duda mayor capacidad a la hora de trenzar las mimbres que dieron lugar a un proyecto, el de la Europa Unida que, hoy por hoy, languidece.

Pero, si los que tanto hicieron usaron tal y como ha quedado sobradamente demostrado, peores medios, ¿Es que acaso se ha invertido más en la destrucción de Europa de lo que a priori se usó para su construcción?
¿Somos conscientes de lo que tal afirmación puede acarrear?

De la lectura objetiva de las pruebas, si tal condición es posible, así como de la revisión desapasionada de la historia, hemos de detenernos en la comprensión de una serie de parámetros los cuales, gracias a la perspectiva de la actualidad, pueden proporcionarnos un rango adecuado a la hora de definir el campo del que estamos hablando.

Es Europa, al menos en lo que al actual proyecto se refiere, el resultado de una larga cadena de acontecimientos y procederes los cuales, lejos de ser aquí y ahora revisados, ni tan siquiera expuestos, reúnen su calidad bajo el expreso manto que proporciona la certeza de hallarse en pos de la defensa de los intereses de aquél o aquéllos que les patrocina.
Y la verdad, semejante afirmación no sería del todo perniciosa si no fuese porque el medidor que en último término dota de validez los criterios para adecuar el grado de certeza de cada uno de los comportamientos, no es otro que el dinero, el capital en su forma culta.
Un Capital que, en su proceder, transgrede todas y cada una de las reglas que a priori fueron implementadas, quien sabe si de manera intuitivamente preventiva en pos de guardarse de un enemigo del que pese a no tenerse constancia expresa, algunos si eran positivamente conscientes del grado potencial de sus amenazas (como MENDELEIEV cuando deja huecos en la Tabla Periódica).

Sea como fuere, tal peligro potencial se convierte en netamente actual, en una realidad clara y concreta que hubiera dicho DESCARTES, una vez constatamos que no es ya la pura y casi vulgar tenencia de capitales, tal y como promovían los obsoletos principios expuestos en los Programas Brian-Kellogg, lo que avala la condición de rico. Es la circulación de tales riquezas lo que certifica semejante condición.

Es así como las teorías se desmoronan arrastrando con ellas a los que las concibieron. No queda nada. Solo la certeza de que el Capitalismo, y su hijo aventajado, el Liberalismo desbocado, son la respuesta tanto a las preguntas del momento, como a aquéllas que aún no se hayan realizado.

Así, y solo así, podemos interpretar lo que en términos de macroeconomía es ya una realidad. La chapuza de la solución chipriota, más allá de ser algo netamente desgraciado en términos de mera pulcritud práctica, constituye en esencia la manifestación de la renuncia de Europa no ya a sus principios, sino realmente a sus finales.
La serie de medidas de urgencia que deprisa y corriendo se han implementado en pos, aparentemente de salvar a Chipre, no encierran sino la constatación de que esto, definitivamente, ya no es Europa. Y no lo es porque para logra no sabemos bien qué logros, ha permitido que los proyectos que llevaban decenas de años construyéndose, se volatilizaran en apenas un decenio, consagrando su fuego a no sabemos bien qué nueva especie de dios Baco.

La esencia del drama, hemos traspasado la última línea roja, la que se cruza cuando olvidamos que incluso el proyecto europeo, es un proyecto del hombre para el hombre.

Luis Jonás VEGAS VELASCO.




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