miércoles, 7 de marzo de 2012

DE LA MUJER, LA PERSONIFICACIÓN DE UN CAPRICHO DIVINO.


Miro a mi alrededor de nuevo, y me sorprendo de este mundo que me rodea. Me sorprendo de sus gentes, de sus costumbres. De la vida que llevan, y de los abusos que cometen desde el poder que les da creerse en una posición distinta de la que gozan el resto de criaturas de la creación, en tanto que posicionados de cara a creerse capaces de entender a su creador.

Sin embargo, una de las cosas que me lleva directamente a rebelarme contra este mundo, y más concretamente contra alguna de las aberraciones que en el mismo se cometen, es aquella que se pone de manifiesto por medio del acto bochornoso en el que un hombre le pone la mano encima a una mujer.

Si la violencia es la manifestación externa de la ira, la perseverancia impía de la frustración; dirigir esta contra la mujer es perpetrar el más indigno de los actos, aquél que en esencia más aleja al varón de su propia condición, en la medida en que le impide manifestarse proclive a acceder a una de las mayores concesiones a las que puede aspirar un hombre como tal, ser digno del amor respetuoso de una mujer.

La mujer es la transcripción real del arte etéreo de Dios. Es la manifestación ordenada de la existencia de éste. Ningún hombre puede, después de haber disfrutado de la gracia serena que sólo puede darle una mujer, dudar de la existencia de una mente capaz del orden absoluto, la causa, es evidente, una mujer es la demostración clara e irrefutable de que en el Universo ha de haber un orden superior, de no ser así el simple caos no podría haber dado lugar a una forma de belleza tan inexcusable.

La mujer es inexcrutable en tanto que una mirada suya puede aportar el cielo, o condenar al infierno. Es codiciada, en tanto que de sus promesas se puede extraer el elixir de la vida, en forma de eterna pregunta, o la convicción del deseo de la muerte, una vez comprobada la imposibilidad de alcanzar ese cielo tal vez falsamente prometido. Es la personificación del laberinto de la vida, ese del que sin ayuda externa no se puede salir.

La mujer es creación creadora. En tanto que madre, comprende como nadie la soledad del creador, ya que accede de primera mano a lo que supone asumir la forma del sacrificio absoluto, aquél que comienza aceptando la pérdida a partir del mismo instante en que la nueva vida ve la luz.

La mujer es creación creada. En tanto que amante, es capaz de darse hasta el más allá, hasta la proximidad propia del paroxismo, ese que procede de la posesión de todas las respuestas, a la espera de hallar a alguien competente que sea capaz de formular las preguntas adecuadas.

La mujer es creación frustrada. En tanto que elemento superior, por poseer la esencia del amor infinito, sabe que el suyo habrá de ser el mayor de los sacrificios, el que procede de saber que sus demandas más íntimas nunca podrán ser satisfechas.

Y entonces, la desazón absoluta, la que procede de la desdicha de comprender que su sino pasa por la desesperación máxima, aquella que se manifiesta en el abandono cínico de los hijos, o en la bofetada vulgar del agresor.

Cuando un hombre golpea a una mujer, atenta de manera imperdonable contra el orden natural de las cosas. Las manos de un hombre, si bien hoy están destinadas a la elaboración de complejas tareas, en el principio de los tiempos estuvieron destinadas tan solo a un fin, el de acariciar y dar forma al excelso templo en el que se convierte el cuerpo de toda mujer. Manifestación de todo lo bello en tanto que sublime, el cuerpo de la mujer ser convierte en un nuevo arca, un arca que, como aquel, el de la alianza, unifica en torno a sí mismo los compromisos suscritos en este caso entre la Naturaleza y el Hombre, compromisos destinados a promover la existencia de ambos, mediante el cuidado mutuo.

Por eso, cuando una mujer llora, lo hace la Naturaleza, lo hace la vida, lo hace la belleza, lo hace la dignidad.

Cuando una mujer llora, lo hace la esperanza, la comprensión, el deseo.

Cuando una mujer llora, sus lágrimas se forman con el cristal del cielo, aquél que se fragmenta sólo una vez, como le ocurre a la confianza.

Cuando una mujer llora, llora el mundo, porque sabe que ya nada podrá ser digno de volver a ser, como cuando una mujer sonríe.

Luis Jonás VEGAS.

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